jueves, 23 de febrero de 2017

Las chicas de verdad no leen cómics


Las chicas de verdad no leen cómics.
Las chicas de verdad no desean ser Khaleesi.
Las chicas de verdad no fantasean con vivir dentro de una novela de Jane Austen, ni de Stephn King ni de Anne Rice.
Las chicas de verdad van monas al trabajo.
Las chicas de verdad usan pintalabios de color cereza.
Las chicas de verdad hacen lo que se espera de ellas. 

Cuando era pequeña, Karen descubrió la necesidad de aprender a leer antes de que en el colegio la enseñasen. Sabía el abecedario, eso sí, aunque al llegar a la N se encallaba, sin embargo era incapaz de reseguir una frase completa. Por las noches, obligaba a su madre a leerle cuentos infantiles, pero ésta no siempre estaba dispuesta a sacrificar su tiempo después de la cena. Así que Karen tomó una decisión: debo ser autosuficiente. Obviamente, aún no conocía la palabra autosuficiente, pero la filosofía comenzaba a forjarse en su cabeza escolar. Yo misma me leeré Mary Poppins, se dijo.
Antes de cumplir los diez años, había leído la mayoría de novelas de Julio Verne y había tardado dos días en terminar Mujercitas.
Después, las historias llegaron en un formato diferente, y Batgirl ocupó la mayoría de su tiempo libre.  Poco a poco descubrió los cómics japoneses y la novela gráfica americana. Claro, no era una afición muy común, porque las chicas de verdad no leen cómics, todo el mundo lo sabía, y le costaba encontrar personas con quien compartir su afición. De vez en cuando las encontraba, alguna amiga rara, pero su madre actuaba entonces como un escudo protector. Menudas tonterías infantiles, decía.
Aburrida del mundo, Karen empezó a dibujar, y utilizaba sus horas extraescolares para leer novelas de fantasía y las últimas novedades de la tienda de cómics. Pero abastecerse era caro, y no siempre podía acceder a su lista de deseos, la cual crecía de una manera exponencial. Por las tardes, si no quedaba con sus amigas del colegio, se encerraba en su habitación, y allí pasaba las horas dibujando. Su madre, claro está, no veía con buenos ojos aquel gusto extraño de su hija. ¿Cómics? ¿Libros muy tochos de dragones? Tanto leer sin la obligación impuesta del colegio no puede ser bueno, pensaba su madre. Y por las noches espiaba a su hija. Sin hacer ruido, abría la puerta de su habitación, y si entreveía la luz de Karen encendida, entraba y le confiscaba el libro/cómic que tuviera en las manos. Te vas a quedar bizca, le decía.


Al empezar el bachillerato debió tomar una decisión importante. Qué especialidad cursar. ¿Letras? ¿Ciencias? ¿Tecnología? Karen lo tenía claro: ella quería matricularse en la rama artística, e ir a la universidad de Bellas Artes.
Su madre, sin embargo, puso el grito en el cielo. Las chicas de verdad no leen cómics, la chicas de verdad no están obsesionadas con leer, a las chicas de verdad les gusta la ropa y el maquillaje.
Pero a mí también me gusta la ropa y el maquillaje, se defendió Karen inútilmente.
Así que, siguiendo el "consejo" de su madre, se apuntó a letras, pensando que ya decidiría qué vendría después. Las carreras universitarias eran un abanico de posibilidades. Algo habría que la llenase.
En el último año de instituto se echó un novio, un quinqui de su barrio tres años mayor que ella. Su mayor ambición era beber y dormir, y para colmo le gustaba el cine comercial lleno de chistes malos.
Su madre, sin embargo, estaba entre nubes. A él no le gustaban esas cosas con las que su hija perdía el tiempo, quizás la cambiaría y la convertiría en una chica de verdad.
Pero Karen se aburrió de tanta banalidad. No tenemos nada en común, pensó.
Su madre casi sufrió un infarto cerebral cuando supo que Karen había dejado al chico que iba a ser su yerno. Estaba convencida de que se casarían y que la harían abuela en breve. Trató de persuadir a su hija, y utilizó todo el chantaje emocional que fue capaz. ¿Y si nadie te quiere? Tienes aficiones muy raras, piénsalo.
Karen estudió derecho, porque su madre veía en la abogacía una carrera de la que enorgullecerse. No le costó demasiado aprobar los exámenes, y poco a poco fue olvidando los cómics, el dibujo, y los maratones de cine independiente. Solía leer novela fantástica, esto no lo había abandonado, pero sin llegar a los extremos del frikismo.  


Acabó los estudios a desgana, y con la misma desgana empezó a trabajar en el bufete de una empresa a punto de quebrar.  Su jefa era la versión femenina de Robert Smith. O al menos, eso pensaba karen. Aparecía por las mañanas a las diez pasadas, vestida negro, gafas de sol oscuras que tapaban sus ojeras y el pelo oscuro encrespado. Se encerraba en su despacho y ponía la música lo suficientemente fuerte como para que se escuchase desde la oficina. A veces, enviaba a Karen a comprar papel a la Abacus. Karen empezaba a amargarse, ¿por qué no trató de dedicarse al arte? Quizás no fuera la carrera con más empleo disponible del mundo, pero al menos trabajaría con pasión.
Sin embargo, su madre irradiaba felicidad cada vez que explicaba que su hija era abogada. Aunque su jefa la machacara comprando material de oficina, al menos Karen se había olvidado de esas historietas japonesas. Porque las chicas de verdad no leen cómics.
Dos años después Karen consiguió trabajo en una multinacional. Su jefe era un hombre de camisa y corbata, corpulento y repeinado, con una voz rota que provocaba que cualquier palabra sonara a amenaza, Karen sabía que aprovechaba los gastos de la empresa para facturar sus comidas en la zona alta de la ciudad. Estaba felizmente casado, aunque desviaba los ojos hacia su escote sin disimular demasiado. Pero su jefe mafiosillo no era lo que Karen detestaba. Lo más agotador era trabajar nueve horas y media al día, porque en la empresa iban justos de personal y los pleitos se acumulaban. No obstante, su madre era feliz. Karen hacía lo que esperaba de ella. Trabajaba, trabajaba, trabajaba. No soñaba con novelas de fantasía.

Un día Karen conoció a Sam. Ocurrió una noche, en un bar. La barra estaba algo abarrotada y ambos chocaron con las cervezas en la mano. Se pidieron perdón, y como se gustaron a primera vista, entablaron una conversación superflua. Pero alto, no fue lo que parece. No surgió el amor. Sam era gay y apunto de casarse con su novio, con quien llevaba cuatro años viviendo en un barrio de la periferia. Lo que pasó fue que Sam era diseñador gráfico, leía cómics y novela de fantasía. Intimaron rápido y se dieron los teléfonos. Karen había hecho un amigo con quien hablar de sus cosas. Y así, a base de quedar con Sam, fue como retomó su antigua afición.
Un día su madre la vio con un cómic en las manos, un tocho llamado Persépolis, y su expresión adoptó un aire desesperado. Karen lo notó. No era estúpida. Sintió que su afición era como un cáncer reaparecido después de una quimioterapia exitosa. Si estaba curado, ¿por qué aparecía de nuevo?
Y Karen volvió a dibujar. Estaba oxidada pero pronto sería la de antes, estaba convencida. Debía asumir quién era y cuáles eran sus gustos. Tenía veintiocho años, quizás debía empezar a ignorar a su madre. No de un modo drástico, sólo dejar de hacer caso a los comentarios dañinos de la mujer.
Un día entró en una tienda de cómics, hacía más de diez año que no pisaba una. Al fondo, encontró a unas adolescentes que vestían con medias rayadas y llevaban pendientes en la nariz. Debatían sobre los personajes de una colección.
Y Karen pensó que no se puede juzgar a la pasión. 
Porque las chicas de verdad sí leen cómics.


Nota: todos los dibujos están hechos por mí.







martes, 21 de febrero de 2017

Manchester frente al mar


Nota: En esta entrada no hay comparaciones entre los hermanos Affleck, porque como bien se dice, son odiosas, las detesto, y considero que cada actor debería ser único e individual.

Título: Manchester by the sea
Dirección: 
Reparto: , Lucas Hedges, Michelle Williams.
Fecha de estreno: 
Duración: 135 min.
Género: Drama
Fotografía: Jody Lee Lipes
Música: Lesley Barber

Opinión.


Fui  a ver la película sin conocer el argumento de una manera exacta, aunque sí sabía que no encontraría acción ni carcajadas.
A pesar de ser una historia más idónea para una novela que para una película, me gustó bastante. Y cuando hablo de una mejor plasmación sobre el papel es debido al desarrollo lento de una trama llena de sentimientos y a la intimidad emocional que muestran los personajes. Quizás, en unas 400 págs. podríamos profundizar mucho más en el personaje protagonista, Lee, interpretado por Casey Affleck.
La historia trata sobre un drama familiar, y gira en torno a los esfuerzos de superación de un Casey Affleck antisocial y afectado por un suceso del pasado que se va descubriendo poco a poco en forma se flashbacks, y su sobrino Patrick (Lucas Hedges),  que ve cómo su vida cambia de repente tras el fallecimiento de su padre.

En todo momento me ha parecido una historia de superación personal, de dos personas unidas por una tragedia en común, que hace replantearnos cuáles son los problemas graves que pueden afectarnos, y cómo seguir con tu vida cuando un hecho trágico te la ha cambia por completo.
La actuación de los dos protagonistas (Affleck y Hedges) me ha parecido impecable, la combinación de ambos es lo que hace la historia interesante y profunda.

Casey Affleck: interpreta a Lee, un fontanero de Boston que de repente se convierte en el tutor legal de su sobrino de 16 años. Sus traumas pasados (y no son una tontería) harán que sienta una gran reticencia a la hora de trasladarse al pueblo que fue su hogar. Deberá enfrentarse a los fantasmas del pasado, y a los del presente.
  


Lucas Hedges: para mí ha sido lo mejor de la película. Patrick es el típico chico de instituto, popular y extrovertido, con ganas de superar cualquier problema. Es positivo, con una madurez admirable a la hora de seguir adelante.  La actuación de Hedges me ha cautivado desde el primer momento. 
(Alerta mini spoiler: gran interpretación de un ataque de ansiedad).
  


Michelle Williams: a pesar de no salir demasiado, su aportación es tan perfecta como siempre (Es Michelle Williams, no esperaba menos). Ella es el pasado de Lee, y la mayoría de veces aparece en forma de flashbacks.




En resumen, quizás quienes busquen una historia ágil y llena de acción no disfrutaran con las dos horas y diecisiete minutos de película, pero a mí me ha resultado emotiva y cautivadora, totalmente recomendable. La historia es interesante y los actores dan credibilidad a la situación. Además la fotografía resulta tan pulcra que te transporta al pueblo costero americano donde vive Patrick.



Nota adicional: La La Land y Manchester frente al mar están nominadas a los Oscar. Será la entrega número 89, y por primera vez tengo el corazón dividido. No tengo una favorita. Pero un Oscar a la mejor película no se puede dividir, de hecho ninguna categoría puede, así que no voy a apostar por ninguna de las dos películas, y tendré que esperar al próximo 26 de febrero para acabar con esta intriga.  

jueves, 16 de febrero de 2017

Ella



Descubrí a Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma, donde interpretaba a Ann, una princesa que, cansada del ritmo de vida exigente que es obligada a llevar, decide escaparse de casa durante una noche. Sin embargo, la cosa se complica, y acaba durmiendo en casa de Joe Bradley (Gregory Peck, de quien otro día escribiré), un periodista que sólo busca una noticia bomba. Al principio encuentra en Ann su gran oportunidad para vender una buena exclusiva, pero poco a poco los sentimientos van influyendo en ambos. Es lo que tiene un amor imposible, que seduce desde el principio.
Me enamoré de esta película, y por supuesto, de Audrey Hepburn. Me pareció bellísima y natural, con una mirada negra profunda, luciendo un corte de pelo moderno y un vestuario elegante. Y se convirtió en mi referente de estilo y moda. 
Después vi el resto de películas donde ella aparecía. Charada, My fair Lady (mi madre y yo no nos cansamos de verla juntas), Sabrina (la adoro), Robin y Marian, Dos en la carretera, Encuentro en París. Y cómo no, la película que me hizo idolatrarla todavía más: Desayuno con diamantes.
Para mí, que soy una persona cinéfila hasta el aburrimiento, Audrey Hepburn representa el icono de absolutamente todo. Y sé que decir "todo" suena muy ambiguo, pero es la realidad. No sólo se trata de sus dotes interpretativas, también es su presencia. Audrey es la elegancia hecha persona, cuando aparece en escena es capaz de eclipsar todo lo que hay a su alrededor. Incluso Nueva York, París y Roma palidecen a su lado. Hasta ahora, no he sabido de ninguna otra persona capaz de vestir con tanta elegancia y sencillez. En un mundo en el que la juventud resulta tan cotizada que hay quien se desfigura la cara debido al abuso de bótox, ella supo envejecer con naturalidad. Y lo más asombroso, era más bella que la mayoría de actrices sumamente operadas. Y no digo que esté en contra de las operaciones de estética, porque para nada soy opositora, me parece correcto que cada persona elija qué aspecto desea tener. Sólo digo que ella me parecía arrebatadora y bella, muy auténtica.



Audrey Hepburn nació en Bruselas, el 4 de mayo de 1929. Su nombre completo era Audrey Kathleen-Ruston Hepburn, y su infancia estuvo marcada por la Segunda Guerra Mundial. A los veinte años se mudó a Londres donde siguió con sus clases de ballet iniciadas en Bélgica. También se dedicó al teatro, hasta que protagonizó su primera película, Vacaciones en Roma, la cual le otorgó un Oscar como actriz.
Los éxitos vinieron solos. Trabajó con Humphrey Bogart y Billy Wilder, y se convirtió en icono mundial interpretando a Holly Golightly en Desayuno con diamantes.


Desgraciadamente, no todo era un cuento de hadas. Audrey era una persona proclive a la depresión y a la soledad. No era muy asidua a fiestas ni eventos sociales. Ella misma se definió como una persona solitaria e insegura. Se casó dos veces, y tuvo dos hijos. Ningún matrimonio fue idílico, ya que soportó infidelidades. 
Dedicó sus últimos años a cuidar de los más necesitados (otro aspecto que admiro de ella). Sus labores humanitarias en Sudán, Guatemala, Honduras y Vietnam consiguieron que en 1988 fuera nombrada embajadora de UNICEF.



Murió el 24 de enero de 1993, a causa de un cáncer de colón. Yo por entonces tenía 11 años, pero aún no sabía quién era Audrey Hepburn ni lo mucho que llegaría a admirarla.







miércoles, 15 de febrero de 2017

Contagio



Un día mi amiga Chloe me confesó que detestaba volar. Después, esperó que yo formulara algún comentario, pero al ver que me limitaba a contemplarla con expresión extrañada y un tanto escéptica, continuó: 
“El avión es, para mí, el peor medio de transporte que existe”. 
Su confidencia me sorprendió, no sólo porque sabía que ya había viajado antes y jamás, en ese tiempo, me había confesado el menor indicio de incomodidad, sino porque al día siguiente nos marchábamos a Venecia a pasar el fin de semana. Le pregunté qué quería decir, y por qué no me lo había explicado antes. Ella se encogió de hombros y expuso: 
“Es que no tiene importancia. Volar es rápido y me adapto, pero las horas en el aeropuerto son largas y pesadas, se hacen tediosas. Y luego, en el aire, las turbulencias me asustan”.  
Yo le contesté que a mí, sin embargo, me relajaba observar el vaivén de los pasajeros y leer los destinos en las pantallas, visitar las tiendas de recuerdos, los Duty Free y comprar alguna revista. Ella sonrió: 
“Ya te he dicho que no tiene importancia”.
A la mañana siguiente, nos encontramos, puntuales, en el aeropuerto. Nos pusimos a la cola del control de pasajeros. Como sólo pasaríamos en Venecia un par de días, no necesitábamos facturar equipaje, de manera que una pequeña maleta nos bastaba. 
Fue allí donde, conociendo las aprensiones de Chloe, comprendí que se mostrase callada y taciturna. Para animarla, una vez dentro de la zona de embarque,  le dije que tenía hambre y le propuse desayunar. A ella le pareció una buena idea, lo cual me hizo creer que sus temores se habían mitigado; pero mientras caminábamos, buscando una cafetería, me preguntó si estaba nerviosa. Contesté con un ”no” rotundo, y centré mis pensamientos en otra cosa. 


Me sentí atracada al pagar un desayuno que nada tenía de especial, pero estas cosas son típicas de los aeropuertos. Así que pagamos y nos sentamos al fondo de la cafetería, muy cerca de una tienda de libros y revistas. Mientras Chloe miraba el móvil me dediqué a observar el ambiente. 
"Qué aburrimiento, eh" dijo Chloe. 
"Estamos esperando para embarcar, no en la discoteca".
"Y queda lo peor".
"Hija qué negativa, en breve estaremos en Venecia".
"Después de las turbulencias"
"¿Qué turbulencias?"
"Las que nos encontraremos"
Resoplé. Me tendría que haber ido sola a Venecia.
"Lo que quiero decir es que en coche eres tú quien controlas, y sin embargo, en un avión no te queda otra que fiarte del piloto".
"Confío en el piloto porque entiendo que hizo sus prácticas".
"Pero no conoces a esa persona, y tú no puedes controlar".
"Eso es una tontería" dije."En el coche puedes controlar tus movimientos pero no al coche que viene en contra dirección, por ejemplo".
"Ya te dije ayer que lo que pienso es una tontería sin importancia" dijo resignada, un poco víctima.
Me acabé el café, que era amargo y aguado. Ella hacía rato que había terminado.
"¿Has traído el paraguas?" me preguntó cuando nos levantábamos.
"No, ¿por qué?"
"Porque va a llover. Han dicho que va a llover".
Cogí aire profundamente, necesitaba paciencia para las horas que me quedaban por compartir con ella.
"¿Estás nerviosa?"
"No" contesté un poco enfadada.
¿Por qué estaba enfadada? 
Algo había ocurrido. No sé si al declararme sus miedos e inquietudes, consiguió transmitírmelos, o quizás es que el pesimismo se contagia. El caso es que a partir de ese instante el viaje se volvió complicado. Desde el momento en el que el desayuno me pareció extremadamente caro, y después me aburrí esperando en la puerta de embarque, fue un agobio total. Y, mientras sobrevolábamos el mediterráneo, las turbulencias me estremecieron. Finalmente advertí lo que había sucedido: Chloe me había envenenado con su pesimismo. Jamás volví a viajar con ella.

domingo, 12 de febrero de 2017

Downton Abbey


Género: Drama histórico
Creador: Julian Fellowes
Director: Brian Percival, Ben Bolt, Brian Kelly
Distribución: NBC Universal
Reparto: Hugh Bonneville, Michelle Dockery, Jim Carter, Jessica Brown-Findlay.

Downton Abbey es una serie inglesa de 6 temporadas y 52 capítulos en total. Hacía tiempo que me la habían recomendado, pero no ha sido hasta hace un par de semanas que comencé a verla. Tenía unas expectativas muy altas, y efectivamente, no me defraudó.
Voy por la mitad de la segunda temporada, así que todavía me queda mucha historia por delante. Además, en una temporada y media ha habido un avance temporal de siete años, así que no sé en qué momento histórico acabará.
La verdad, es que me he vuelto adicta a esta familia tan intensa. La historia narra la vida del matrimonio aristocrático Crawley, sus tres hijas y los criados de éstos. Comienza con el hundimiento del Titanic, donde el prometido de Mary Crawley, la hija mayor de la familia, muere ahogado. Sin herederos varones y sin boda a la vista, el futuro del mayorazgo se vuelve incierto.
A partir de ahí se va creando una telaraña de situaciones en los que cada personaje se verá envuelto de una manera u otra.

Los personajes son activos e intensos. Y no solo la familia noble, también el conjunto de criados.

El matrimonio

Es un matrimonio de mediana edad, él inglés y heredero de Downton Abbey. Ella, americana.
Son felices y su mayor preocupación es el futuro del mayorazgo. Ella quizás tiene un carácter más frío que él, o actúa de una manera práctica, por así decirlo. Me parece un personaje fuerte que sabe tomar decisiones correctas. 



Las madres.

Estas dos mujeres, muy opuestas en cuanto a mentalidad, tratan de obtener siempre la razón y reconducir la situación según su propio beneficio. Yo había visto a Maggie Smith interpretar a la profesora de Harry Potter, pero entonces no me cautivó como lo ha hecho en esta serie. Interpreta a una mujer clasista, no malvada, aunque sí anticuada, pero aportando siempre un toque de humor cínico.   




Las hijas.

Las tres hijas de la familia son tan diferentes entre ellas, que cualquiera dudaría que son hermanas. La mayor es práctica e impasible, la segunda repelente e incomprendida, y la pequeña liberal y rebelde.
Cada una posee unos valores muy diferentes de la vida. Al principio, Lady Sybil, la pequeña era mi preferida, pero ahora me he hecho del bando de Lady Mary, la mayor. De la mediana, Lady Edith, no podría decir nada bonito, solo puedo esperar que con el tiempo se vuelva menos amargada. Creo que el fondo sólo tiene falta de autoestima (pobrecita).



Los criados.

No puedo hablar de todos porque son demasiados. Sólo destacar el papel de Jim Carter como Charles Carson. Interpreta a un criado fiel y sensato, siempre dispuesto a ayudar a Lady Mary, con la cual posee un vínculo fraternal.




En resumen, me quedan muchas temporadas de Downton Abbey por delante y a menos que degenere, como suele pasar con algunas series, la seguiré disfrutando durante unas semanas más, las que dure mi maratón muy muy muy British.




viernes, 10 de febrero de 2017

El amante japonés



DATOS DEL LIBRO

Editorial: Plaza&Janes Editores
Autor: Isabel Allende
Nº de páginas: 352
Género: Narrativa
ISBN: 9788401015724

Sinopsis.
La historia de amor entre la joven Alma Velasco y el jardinero japonés Ichimei conduce al lector por un recorrido a través de diversos escenarios que van desde la Polonia de la Segunda Guerra Mundial hasta el San Francisco de nuestros días.

«A los veintidós años, sospechando que tenían el tiempo contado, Ichimei y Alma se atragantaron de amor para consumirlo entero, pero mientras más intentaban agotarlo, más imprudente era el deseo, y quien diga que todo fuego se apaga solo tarde o temprano, se equivoca: hay pasiones que son incendios hasta que las ahoga el destino de un zarpazo y aun así quedan brasas calientes listas para arder apenas se les da oxígeno.»



Opinión personal.
Excepto en muy pocos casos, las novelas de Isabel Allende me atrapan desde la primera página, y esto mismo me ocurrió con El amante japonés. Lo cogí con ganas, y prácticamente no lo solté hasta haberlo acabado. 
Aunque me ha parecido una historia excelente, también tengo que decir que resulta bastante trágica, debido al destino de los personajes, que por más que se esfuercen, no consiguen levantar cabeza. Bien sea la guerra, una tendencia sexual mal vista en una época de estrechez de miras, prostitución, abusos sexuales o deportación a campos de concentración, los personajes siempre están sumidos en vivencias duras que no depende de ellos cambiar. La historia está narrada en dos épocas distintas, con Alma (la protagonista) como personaje común, y podría decirse que ella es la más afortunada en las casi 400 páginas de novela. 
El otro protagonista es Ichimei. Él y Alma se conocen siendo unos niños, y enseguida establecen un vínculo fuerte y afín. Y cuando más enamorados están, a Ichimei lo llevan a un campo de concentración junto a su familia. 
Y así se separan, por un tiempo. Los dos consiguen rehacer sus vidas, se casan y forman una familia por separado, hasta que pasados unos años se reencuentran, y toda la pasión iniciada años atrás resurge. 
La historia de la juventud de Alma se intercala con la del presente, donde es una anciana que vive en un geriátrico por voluntad propia. Allí se hace amiga de su cuidadora, Irina, una joven muy noble y sencilla que tuvo una infancia turbulenta.
En resumen, la novela me ha gustado, los personajes son intensos y apasionados, y a pesar del toque trágico (todos ellos son víctimas de la mala suerte), en ningún momento se hace pesada ni las situaciones forzadas. 
Lo mejor: los personajes bien definidos y completamente creíbles.
Lo peor: todos los personajes tienen una historia que contar, y en menos de 400 páginas no se llega a profundizar en la vida de la mayoría de ellos. Me quedé con ganas de saber más sobre Irina.


martes, 7 de febrero de 2017

Ensayo de la moralidad


Lo que tenía en mente para esta entrada era escribir sobre alguna novela de Isabel Allende, Inés del alma mía o Paula, pero hoy he trabajado 9 horas y media, y si le añado la hora que tengo de camino hasta el trabajo, la hora de vuelta y otra más para comer, es poco el tiempo que me queda para escribir algo digno. Así que vuelvo a dejar un cuento, uno que escribí hará un par de años y que pensaba que sería el inicio de una novela. Como tengo tanto que escribir y tanto que leer, Ensayo de la moralidad se quedará en un cuento sobre dos hermanos


Adrián recordaba el momento exacto en el que advirtió la influencia que su hermano ejercía sobre él. Ocurrió una tarde de febrero; él tenía ocho años y Víctor acababa de cumplir diez. Jugaban solos en un parque de columpios desgastados donde los árboles desnudos rodeaban la entrada, y  las matas descuidadas se alzaban enfermas en la arena encharcada por las lluvias. A Adrián nunca le había gustado aquel lugar. Percibía algo lúgubre en medio de tanta soledad, incluso el cielo parecía más gris allí que en cualquier otra parte. Sin embargo, Víctor solía corretear encantado. Normalmente, se agarraba a la barra del columpio y dejaba el cuerpo colgando al lado de las cadenas. Después se balanceaba hasta que las manos le quemaban, y entonces se soltaba. Caía al suelo de pie, y acto seguido emitía un gemido victorioso. En los momentos en que Adrián se retraía y oteaba el horizonte inhóspito, Víctor se burlaba. ¡Adrián es una niña!
Adrián sabía que nunca se acostumbraría a aquel parque. Cogió un palo carcomido, se acuclilló y comenzó a hacer dibujos tontos en la arena embarrada. Aunque Víctor comprendiera su  angustia no podrían marcharse. Su madre trabajaba en la pescadería a dos manzanas de distancia. Cuando cerrara, vendría a buscarlos y entonces podrían irse.  De repente escuchó la voz de su hermano.



            –¡Adrián! ¡Adrián, ven!
          Víctor estaba junto a una pared de ladrillo, al otro lado del parque. Tenía las bambas manchadas de barro y los bajos de los vaqueros raídos. Llevaba el pelo tan corto que las orejas se le habían puesto rojas con el frio. Cuando Adrián se acercó vio que sujetaba una araña minúscula con los dedos.
–¿Qué haces?
­–Quiero enseñarte una cosa.
            Víctor se acercó aún más a la pared y Adrián se colocó a su lado. Tosió, y el aire congelado salió de su boca como si se le escapara la valentía.  
            –Te voy a dar la oportunidad de decidir – prosiguió Víctor mientras colocaba la araña diminuta en una telaraña que había en los ladrillos.
            –No te entiendo.
La araña quedó enganchada, y también debía de haberse paralizado porque ya no se movía.
            –Cuando la araña grande la vea vendrá a comérsela.
            Adrián ahogó un gemido, asustado.
            –Es horrible.
            – ¿La salvarás?
            –Sí, hay que sacarla de ahí.
            –Piensa que si la rescatas salvarás a la araña pequeña pero estarás matando a la grande.
            Adrián pestañeó, sin entender.
            –Quiero decir que hagas lo que hagas estarás condenando a alguna de las dos. Si salvas a la pequeña harás que viva más tiempo, pero la grande se morirá de hambre. Si por el contrario la dejas y te vas, morirá, pero la grande seguirá viva. Es la ley de la vida, ¿no te parece?
            Adrián dedicó a su hermano una mirada distante. Pensó que la ley de la vida ocurría cuando la araña pequeña iba a parar sola a aquella trampa asesina, pero en este caso había sido él quien la había condenado.
            Al ver que Adrián no reaccionaba Víctor lo instó.
            – ¿Qué harás? Va, decide. La araña grande está apunto de aparecer.
            Con el frio, la cara de Adrián se volvió pálida, y los labios parecieron rosas.
            –Me quiero ir a casa.
            –Sabes que no podemos. Aún nos queda una hora, por lo menos.
            – ¿Qué harías tú? ¿A cuál salvarías?
            –Te lo he preguntado yo a ti. Qué más da lo que hiciera yo.
            Adrián miró el recinto y le pareció más oscuro que nunca.
            – ¿Qué es lo moralmente correcto, Adrián?
            Adrián no respondió y como estar cerca de la telaraña lo atormentaba, se alejó. Cruzó los brazos para protegerse del frio y volvió con su palo abandonado en la otra punta del parque. Se colocó de espaldas a Víctor para no verlo, y ocupó la mente con otra cosa. Odiaba esos planteamientos morales con que Víctor lo solía machacar. Un día le había dicho: si yo robara en un supermercado y lo vieras, ¿me delatarías? Adrián no había contestado, y Víctor volvió a preguntar: ¿Me encubrirías sabiendo que soy culpable o serías fiel a tu hermano? 
            Normalmente, los recuerdos de la infancia de Adrián estaban cubiertos de una neblina que los desdibujaban. No es que tuviera mala memoria, pero a veces, prefería olvidar que desde muy pequeño había adoptado la pasividad de los cobardes. En realidad, no sabía exactamente qué significaba pasividad de los cobardes, pero como su padre, un hombre recto y tenaz, solía repartírselo a menudo, algo de veracidad debía existir en aquellas palabras. Sin embargo este momento no era capaz de olvidarlo. Mientras definía formas triangulares con el palo pensó que sin Víctor se sentiría indefenso.




jueves, 2 de febrero de 2017

Yo ya no soy yo



Las cosas podrían haber ido peor de cómo han resultado. Pero eso nadie lo ve. Todos se limitan a mirarme con lástima, o con odio, ahora mismo no sabría diferenciar una cosa de la otra.  
Por el hueco de la puerta distingo la silueta de mi madre, derecha en el pasillo. Va vestida con su camisa de Ralph Lauren preferida, la blanca y rosa que se compró en Madrid hace medio año, pero no le queda como siempre. Es como si de repente la elegancia que todos entendíamos innata en ella la hubiera abandonado y se hubiera ido volando. ¿Puede la elegancia salir volando de un cuerpo? Quizás es su expresión lo que la hace parecer desgastada. Siempre fue emocional y sufridora.
Estoy sentada en mi cama, perdiendo el tiempo mientras espero, y me siento como el preso de las películas, al que van a ejecutar en breve. Al menos alguien podría preguntarme por un último deseo. Muevo la cabeza para contemplar mejor a mi madre. No lleva ni rastro de maquillaje. De hecho diría que el anti ojeras tampoco podría ocultar su disgusto. Se lleva la mano a la boca y repasa visualmente la bolsa con mis cosas que hay a sus pies. Un chándal, zapatillas, ropa interior, un libro de Sophie Kinsella que aun no he leído. Yo me negué a hacer mi propia maleta, porque creo que todo va bien. Pero ella, claro, no opina igual. Lo tuvo claro cuando el médico dijo: ahora que se le ha ido la regla es cuando debemos preocuparnos de verdad.

Yo creo que todos exageran, Lucy, Mark y mi madre. Mi padre no opina mucho, pero es evidente que no está contento.
Mi madre da un par de vueltas a su planificación. Abre la bolsa y la cierra. La vuelve a abrir y recoloca el interior como si antes estuviera desordenado. Me molesta que sea tan compulsiva. Me alegro de parecerme a la familia de mi padre.
Miro el móvil, pero no hay señales de Mark. Ayer nos vimos, un rato, sólo un rato, porque tenía entreno de futbol. Su equipo está remontando, y si ganan el partido del sábado se colocarán entre los cuatro primeros de la liga. Eso si ganan.  Sé que se preocupa por mí, aunque a veces no lo demuestre o no me parezca suficiente. Tal vez nunca me haya sentido su prioridad, pero ayer me garantizó que todo saldría bien. Que vendría a verme después de los partidos y me traería algún regalo. Sin embargo, existe un deje de prisa en su tono. Siempre lo ha habido. El suyo, es un apoyo atropellado, un sí sí, venga va para concluir con la conversación y pasar a otro tema. Vive en su propio mundo y no le gusta demasiado pensar en las cosas. Mucho menos los dramas.
Oigo el móvil de mi madre, es esa melodía que odio de la serie de la tarde. Lo coge y enseguida sé que habla con Lucy. Comentan algo del doctor Hernando, y después mi madre le da las gracias. Dice que mi padre nos llevará a la clínica. Lucy es mi mejor amiga, pero desde hace unas semanas apenas hablamos. Un buenas noches y un buenos días por WhatsApp, vacíos de  sentimientos. Al menos por mi parte. A ratos la odio por ponerse en mi contra. A ratos la echo de menos  y la necesito. Pero esto último no puedo decírselo porque pensaría que claudico y le estoy dando la razón. Un poco sí estoy empezando a claudicar. Me estoy rindiendo. Entiendo a los náufragos que se dejan hundir en alta mar. Es evidente que Lucy está de acuerdo con mi madre. Son cómplices, y desearía saber cuánto llevan planeando mi desgracia.
Lucy y yo tocamos fondo cuando le dije que dejase de meterse en mi vida. Adopté un gesto un tanto extremista, y le retiré la palabra. Puede que no se mereciera mi actitud, pero no tenía ganas de verla. Lo último que me dijo fue: pesas 35 kilos y mides 1.65.
No es para tanto, las cosas podrían haber ido peor. Mi madre se presiona con un dedo el rabillo del ojo. Es delicada hasta cuando llora. Tengo la sensación de que la elegancia le ha vuelto.

Las paredes de mi cuarto no me dicen nada. Voy a pasar varios meses fuera de ellas, y no sé cómo me sentiré a la vuelta. Quizás como una extraña. Porque yo ya no soy yo.